– BRIEF REPORTS….Looking at Cuba. (II). + REPORTAJES CORTOS… Mirando a Cuba. (II).

Rio Cauto, Oriente.

Rio Cauto, Oriente.

I would not dare to assert that what is said by this legend is decidedly true. I well know that what has been dealt with in the following lines lacks bibliographic and testimonial support. This smudge of pages is orphaned of reliable, moth-eaten, yellowish and fragile folios that authenticate the described event.

LEYEND OF AN INDOCUBAN IDILY

In the middle of the era of megacomputers, cloning and, what is sadder, smart bombs, at the dawn of this supertecnificado and ultracientificista twenty-first century, next to the banks of the river Cauto, there by the triangle where in Cuba dawns, with poetic ingenuity the people continue to repeat the sad legend of the Indian Yareya, a story of love and death.

They declare, swear and swear again that on the nights of full moon, when in the light of the star is added a swarm of cocuyos, by these waters travels a phantom canoe, covered with flowers. And when the fragile ship touches the shore, a beautiful bronze woman descends to the plain. As delirious, he searches for a tomb covered with flowering plants, kisses the earth and flees screaming in a pitiful voice: “I love you! I’m still waiting for you! ”

So the chronicler told him to pick up, on the banks of the Father River, the legend of the Indian in love: “Yareya was beautiful and beautiful as the flower of the pitahaya, pure as the dove and graceful as the Guanyan. His body was as flexible as the reeds of the lagoons, and in his black hair the air drank fragrances. Everyone bowed before Yareya, everyone loved her, from the peaceful banks of the Yariguá to the green banks that border the majestic Cauto. ”

 The legend comes from before the European presence in the region. It was many years before Christopher Columbus, taking Juan de la Cosa as his pilot, bordered our southern coast on his second Cuban incursion, the same one in which, in the end -expedited, as always-we would not identify as part of the continent, ignoring our island condition.

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But let us put aside historiographical neatness, to give the word to the chronicler:

 “One afternoon, when the sun had not yet sunk into the horizon-when a bird, a branch, or a leaf did not sigh,” Yareya, crowned with a diadem of flowers, made her way slowly. the banks of the Cauto.

 “He watched his face reflect on the movable glass of the waters and found himself so beautiful that he let a slight smile on his lips. He fixed his narrow eyes in the distance and exclaimed, with a voice sweeter than the rumble of the palms: “How long it takes!”

The narrator tells us that, as soon as the Indian’s complaint was heard, a sound of oars broke the silence of the afternoon. Shortly afterwards an arrogant Taino leaped to the ground. On his back, the bow and arrows of the warrior. It was Guacanayabo, the bravest of the caciques of eastern Cuba.

 And they say that that afternoon the perfumed forest, on the banks of the Cauto, only heard tender whispers of love. Ah, but not only the brave Guacanayabo had eyes for that beauty, bloomed beside the Cauto.

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Over there, by the Jiguaní, the fiery cacique Ornofay also coveted it. This is how the chronicler continues:

 “Suddenly the still calm waters of the Cauto were swept by a multitude of canoes with warriors of the chief of Jiguaní, armed with arrows and maces of guayacan.

 “At the head of the party, the ferocious Ornofay, who intended to rob Yareya even at the expense of the blood of his subjects. And at night the sound of guamo was heard, echo echoing from valley to valley. It was the signal of the struggle. In the whole region there was only the snail, intoning the hymn of battle. ”

 The contest was terrible. And, in the middle of the battle, Onofray kept asking, shouting: “Where is Yareya!” Until, in the heat of the battle, he stumbled against a burly Indian who challenged him, saying: “I am Guacanayabo and I love Yareya. May the God of Extermination decide between you and me! ” And they threw one over the other.

The chronicler, faithful to the style of his time, continues to narrate: “When the first rays of sun began to dye the distant mountains in purple, Yareya, confused and trembling, looked over the spoils of combat. He was looking for his lover among the dead! ”

There, all covered with blood, the barbarian Onofray lay lifeless. And, a few steps, almost expiring, he was, beautiful even to the gates of death, Guacanayabo. Yareya said good-bye to her lover with a kiss and, according to the tradition, still wanders through the tomb of the chosen one, five hundred years later, while repeating plaintively: “I love you! I still adore you! I will continue to wait for you

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LEYENDA DE UN IDILIO INDOCUBANO

No me atrevería a asegurar que lo dicho por esta leyenda es decididamente cierto. Bien sé que lo tratado en las líneas que siguen carece de un respaldo bibliográfico y testifical. Este emborronador de cuartillas se encuentra huérfano de confiables, apolillados, amarillentos y frágiles folios que autentifiquen el suceso descrito.

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En plena época de megacomputadoras, clonaciones y –lo que es más triste– bombas inteligentes, en los albores de este supertecnificado y ultracientificista siglo XXI, junto a las riberas del río Cauto, allá por el triángulo donde en Cuba amanece, con poética ingenuidad las gentes siguen repitiendo la triste leyenda de la india Yareya, una historia de amor y de muerte.

Ellos declaran, juran y vuelven a jurar que en las noches de plenilunio, cuando a la luz del astro se suma la de un enjambre de cocuyos, por aquellas aguas viaja una piragua fantasmal, cubierta de flores. Y cuando la frágil nave toca la orilla, desciende a la llanura una bellísima mujer broncínea. Como delirante, busca un túmulo cubierto de plantas florecidas, besa la tierra y huye gritando con voz lastimera: “¡Yo te amo! ¡Todavía te espero!”.

Así lo contó el cronista que recogiera, en las márgenes del Río Padre, la leyenda de la india enamorada: “Yareya era hermosa y linda como la flor de la pitahaya, pura como la paloma y graciosa como la guaní. Su cuerpo era flexible como el junco de las lagunas, y en su negra cabellera el aire bebía fragancias. Todos se inclinaban ante Yareya, todos la amaban, desde las apacibles márgenes del Yariguá hasta las verdes riberas que bordea el majestuoso Cauto”.

La leyenda nos llega desde antes de la presencia europea en la comarca. Faltaban muchos años para que Cristóbal Colón, llevando como piloto a Juan de la Cosa, bordeara nuestro litoral sureño en su segunda incursión cubana, la misma en que, al final –despistado, como siempre– nos mal identificaría como parte del continente, ignorando nuestra condición isleña.

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Pero echemos a un lado pulcritudes historiográficas, para dar la palabra al cronista:

“Una tarde, cuando el sol aún no se había escondido en el horizonte —esa hora en que no suspira ni un ave, ni una rama, ni una hoja—, Yareya, coronada de una diadema de flores, se dirigió con lento paso a las orillas del Cauto.

“Miró reflejarse su rostro en el cristal movible de las aguas y se encontró tan bella que dejó asomar a sus labios una leve sonrisa. Fijó los rasgados ojos en lontananza y exclamó, con voz más dulce que el rumor de las palmas: “¡Cuánto tarda!”.

Nos dice el narrador que, tan pronto se escuchó la queja de la india, un sonido de remos rompió el silencio de la tarde. Poco después saltaba a tierra un arrogante taíno. Sobre sus espaldas, el arco y las flechas del guerrero. Era Guacanayabo, el más valiente de los caciques del oriente cubano.

Y cuentan que aquella tarde la selva perfumada, a orillas del Cauto, sólo escuchó tiernos susurros de amor. Ah, pero no sólo el valiente Guacanayabo había tenido ojos para aquella hermosura, florecida junto al Cauto.

Por allá, por el Jiguaní, el fiero cacique Ornofay también la codiciaba. Así continúa su relato el cronista:

“De pronto las siempre tranquilas aguas del Cauto se vieron surcadas por multitud de piraguas con guerreros del cacique de Jiguaní, armados con flechas y mazas de guayacán.

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“Al frente de la partida, el feroz Ornofay, quien se proponía robar a Yareya aun a costa de la sangre de sus súbditos. Y en la noche se escuchó el sonido del guamo, que el eco repitió de valle en valle. Era la señal de la lucha. En toda la comarca no se oyó más que el caracol, entonando el himno de las batallas”.

Fue terrible la contienda. Y, en medio del combate, Onofray no cesaba de preguntar, a gritos: “¡Dónde está Yareya!”. Hasta que, en el fragor de la batalla, tropezó con un corpulento indio que lo retaba, diciéndole: “Soy Guacanayabo y amo a Yareya. ¡Que el Dios del Exterminio decida entre tú y yo!”. Y se arrojaron el uno sobre el otro.

El cronista, fiel al estilo de su época, sigue narrando: “Cuando los primeros rayos de sol comenzaban a teñir de púrpura los lejanos montes, Yareya, confusa y trémula, recorría su mirada sobre los despojos del combate. ¡Buscaba a su amante entre los muertos!”.

Allí, todo cubierto de sangre, yacía sin vida el bárbaro Onofray. Y, a pocos pasos, casi expirando, se encontraba, hermoso hasta a las puertas de la muerte, Guacanayabo. Yareya dijo adiós a su amante con un beso y, según cuenta la tradición, aún vaga por la tumba del escogido, quinientos años después, mientras repite lastimeramente: “¡Yo te amo! ¡Todavía te adoro! ¡Seguiré esperándote!”.

Agencies/Flechazos/Argelio Santiesteban/Internent Photos/ Arnoldo Varona/ TheCubanHistory.com
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