CUBA’S LAST TYCOON AND SUGAR KING, JULIO LOBO AND HIS LIFE.
In a book written few years ago by John Paul Rathbone, the Latin America editor at the Financial Times, paints a more nuanced picture of the Cuban bourgeoisie and, in particular, of Julio Lobo, the last Cuba’s Tycoon and Sugar King. This is the summarized entire story of his character and life itself.
Julio Lobo (1898–1983)— the great Cuban sugar tycoon of the first half of the twentieth century was born in Caracas, Venezuela, in 1898.
When his father was hired by the North American Trust Company, the family moved to Cuba. Growing up in Havana during the early years of the First Cuban Republic (1902–1940), Lobo immediately acquired an intense political consciousness.
Like many in Cuba’s upper-middle class, Lobo studied in the United States. Returning to Cuba in 1919, Lobo became involved in the family’s sugar business and saw the industry experience an intense cycle of growth and contraction from 1920 to 1933—the years of the Alfredo Zayas government and the Gerardo Machado dictatorship. His marriage in 1932 to María Esperanza Montalvo, a descendant of sugar industry elites, opened doors for Lobo to the Cuban bourgeoisie.
A common assumption is that the Cuban economic elite was universally opposed to the revolutionary government of Fidel Castro from the time it took power in January 1959. But The Sugar King of Havana: The Rise and Fall of Julio Lobo, Cuba’s Last Tycoon Rathbone book shows otherwise.
At the beginning of the Cuban revolution Ché Guevara would offer Lobo directorship of the sugar industry in exchange for the nationalization of his 14 refineries and canefields, which produced 3 million tons of sugar annually, and two-thirds of his fortune, a sum then valued at some $200 million. Lobo did not give an answer; instead he returned home unable to “conceive that his empire had gone.” We also see the tycoon sharing the view that the First Republic had betrayed the dream of José Martí and that the governments of Ramón Grau (1933–1934, 1944–1948), Carlos Prío Socarrás (1948–1952) and Fulgencio Batista (1940–1944, 1952–1959) had defrauded Cuban citizens.
Rathbone illustrates Lobo the businessman and patriot proud of his wife’s celebrated local lineage, but also the social philanthropist, the collector of art and the founder of libraries. He is cast as a Napoleonic executive who managed to acquire a vast array of art and one of the largest collections of the French emperor’s relics. Lobo admired—along with Fidel Castro, the revolutionary leader who would exile him—the grandeur of the Corsican soldier and politician. The 62-year-old sugar baron and the young revolutionary Castro shared ideas about José Martí and Napoleon, as well as a critical view of the U.S. role in Cuban history and a belief in the centrality of sugar to the island’s economic development.
In short, the reader sees the archetype of the Cuban bourgeoisie sympathizing with the 1959 revolution for its nationalistic overtones, while deliberately trying to ignore its Jacobin radical energy. Through the revolution—and through Guevara in particular—Lobo came to see that it would be impossible to “keep everything as is” in the new Cuba. He was the quintessential symbol of Cuban capitalism and could not exist in the country that Castro and Ché sought to construct.
As Rathbone, a disciple of the French Marxist historian Pierre Vilar, astutely observes, Julio Lobo had been the most tenacious defender of the principle “no sugar, no country” despite two risks. The first was that the view diverged from the island’s own political elites, especially from the most authoritarian ones during the Machado and Batista dictatorships—placing him at odds with these iron-fisted leaders. The second was the risk of clashing with North American policymakers that sought to raise import tariffs on Cuban producers and exporters during the First Republic and pressed for industrial diversification and for the transition of the Cuban economy during the Second Republic (1940–1958).
Using the example of Julio Lobo, Rathbone describes how the island’s business leaders through 1958 were more nationalistic and often opposed to U.S. policies. They aspired to develop the island without abandoning the idea of sugar as its driving economic force. When he refers to Lobo as the “last tycoon,” Rathbone seeks to convey that Lobo was the last of the great businessmen to leave Cuba and that he identified his personal wealth with the national wealth.
Those who, beneath the weight of the myths of the state, still doubt that in Cuba there was a nationalist bourgeoisie that in its own way shared more than a few of the revolution’s fundamental values, should read this book. Those who still insist the entire bourgeoisie was pro-Batista and opposed to the revolutionary government starting from January 1959 should read this book. But this book must not be read to reconstruct that lost world, but rather to understand it better, and to shed the diabolical image that official memory has imposed on it.
His land, art and business expropriated and exiled in 1960, Julio Lobo died in Madrid in 1983, after 20 years living in a small apartment near the Paseo de la Castellana. At that time, the greatest regret of Cuba’s once-richest man was not the loss of his refineries or his stocks and bonds, but rather of the paintings of Bartolomé Esteban Murillo, Diego Rivera and Salvador Dalí that the Cuban state confiscated after he left the island.
EL ÚLTIMO MAGNATE Y REY DEL AZÚCAR CUBANO, JULIO LOBO Y SU VIDA.
En un libro escrito hace apenas unos años por John Paul Rathbone, el editor de América Latina en el Financial Times, pinta una imagen más matizada de la burguesía cubana y, en particular, de Julio Lobo, el último magnate cubano y rey del azúcar. Esta es la historia resumida de nuestro hoy personaje y su vida misma.
Julio Lobo (1898-1983) – El gran magnate azucarero cubano de la primera mitad del siglo XX nació en Caracas, Venezuela, en 1898.
Cuando su padre fue contratado por la North American Trust Company, la familia se mudó a Cuba. Al crecer en La Habana durante los primeros años de la Primera República Cubana (1902-1940), Lobo adquirió inmediatamente una intensa conciencia política.
Al igual que muchos en la clase media alta de Cuba, Lobo estudió en los Estados Unidos. Al regresar a Cuba en 1919, Lobo se involucró en el negocio azucarero de la familia y vio la industria experimentar un intenso ciclo de crecimiento y contracción de 1920 a 1933, los años del gobierno de Alfredo Zayas y la dictadura de Gerardo Machado. Su matrimonio en 1932 con María Esperanza Montalvo, descendiente de las elites de la industria azucarera, le abrió las puertas a Lobo a la burguesía cubana.
Una suposición común es que la élite económica cubana se oponía universalmente al gobierno revolucionario de Fidel Castro desde que asumió el poder en enero de 1959. Pero el Rey Azucarero de La Habana: El ascenso y la caída de Julio Lobo, el libro Último magnate de Cuba Rathbone muestra de otra manera.
Al comienzo de la revolución cubana, Ché Guevara ofrecería a Lobo la dirección de la industria azucarera a cambio de la nacionalización de sus 14 refinerías y campos de caña, que producían 3 millones de toneladas de azúcar al año, y dos tercios de su fortuna, una suma entonces valorada en unos $ 200 millones. Lobo no dio una respuesta; en su lugar, regresó a casa incapaz de “concebir que su imperio se había ido”. También vemos al magnate compartiendo la opinión de que la Primera República había traicionado el sueño de José Martí y que los gobiernos de Ramón Grau (1933-1934, 1944-1948) Carlos Prío Socarrás (1948-1952) y Fulgencio Batista (1940-1944, 1952-1959) defraudaron a ciudadanos cubanos.
Rathbone ilustra a Lobo, el empresario y patriota orgulloso del célebre linaje local de su esposa, pero también el filántropo social, el coleccionista de arte y el fundador de las bibliotecas. Es elegido como un ejecutivo napoleónico que logró adquirir una gran variedad de arte y una de las colecciones más grandes de las reliquias del emperador francés. Lobo admiraba, junto con Fidel Castro, el líder revolucionario que lo exiliaría, la grandeza del soldado y político corso. El barón azucarero de 62 años y el joven revolucionario Castro compartieron ideas sobre José Martí y Napoleón, así como una visión crítica del papel de los EE.UU. en la historia cubana y la creencia en la centralidad del azúcar para el desarrollo económico de la isla.
En resumen, el lector ve el arquetipo de la burguesía cubana que simpatiza con la revolución de 1959 por sus connotaciones nacionalistas, mientras intenta deliberadamente ignorar su energía radical jacobina. A través de la revolución, y especialmente de Guevara, Lobo vio que sería imposible “mantener todo tal como está” en la nueva Cuba. Era el símbolo por excelencia del capitalismo cubano y no podía existir en el país que Castro y Ché intentaron construir.
Como Rathbone, un discípulo del historiador marxista francés Pierre Vilar, observa astutamente, Julio Lobo había sido el defensor más tenaz del principio “sin azúcar, sin país” a pesar de dos riesgos. La primera fue que la visión divergía de las elites políticas de la isla, especialmente de las más autoritarias durante las dictaduras de Machado y Batista, lo que lo colocaba en desacuerdo con estos líderes de puño de hierro. El segundo era el riesgo de chocar con los políticos norteamericanos que buscaban elevar los aranceles de importación a los productores y exportadores cubanos durante la Primera República y presionaron por la diversificación industrial y por la transición de la economía cubana durante la Segunda República (1940-1958).
Utilizando el ejemplo de Julio Lobo, Rathbone describe cómo los líderes empresariales de la isla hasta 1958 eran más nacionalistas y, a menudo, opuestos a las políticas de EE. UU. Aspiraban a desarrollar la isla sin abandonar la idea de que el azúcar era su fuerza económica impulsora. Cuando se refiere a Lobo como el “último magnate”, Rathbone busca transmitir que Lobo fue el último de los grandes empresarios en abandonar Cuba y que identificó su riqueza personal con la riqueza nacional.
Aquellos que, bajo el peso de los mitos del estado, todavía dudan de que en Cuba haya una burguesía nacionalista que a su manera comparte más que algunos de los valores fundamentales de la revolución, deberían leer este libro. Aquellos que todavía insisten en que toda la burguesía era pro-Batista y opuesta al gobierno revolucionario a partir de enero de 1959, deberían leer este libro. Pero este libro no debe leerse para reconstruir ese mundo perdido, sino más bien para comprenderlo mejor, y para arrojar la imagen diabólica que la memoria oficial le ha impuesto.
Su tierra, su arte y sus negocios fueron expropiados y exiliados en 1960. Julio Lobo murió en Madrid en 1983, después de vivir durante 20 años en un pequeño apartamento cerca del Paseo de la Castellana. En ese momento, el mayor pesar del hombre que una vez fue más rico de Cuba no fue la pérdida de sus refinerías o sus acciones y bonos, sino más bien de las pinturas de Bartolomé Esteban Murillo, Diego Rivera y Salvador Dalí que el estado cubano confiscó después de que dejó la isla.
Agencies/AQ/Rafael Rojas/Excerpts/Internet Photos/ Arnoldo Varona/ TheCubanHistory.com
THE CUBAN HISTORY, HOLLYWOOD.